Escucha gratis el roQ variable!
Desde aquí puedes saber cosas sobre mi vida y el roQ variable!
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Nací en un lugar donde todo parecía tener ya un molde, donde la vida se repetía como un eco sin fin. Desde pequeño supe que ese molde no era el mío. Había algo en mí que no encajaba con la rutina, con el silencio disfrazado de normalidad. Sentía que el mundo era una especie de teatro donde todos interpretaban papeles ajenos, y yo, en cambio, buscaba la verdad detrás del decorado.
No lo sabía aún, pero estaba empezando un viaje interior que duraría toda la vida. Mi infancia fue un laboratorio de percepciones. Me fijaba en todo: los sonidos, los gestos, las sombras, la electricidad invisible entre las personas. No soportaba la idea de ser solo espectador. Quería tocar esa energía, transformarla, traducirla a algo que pudiera oírse o verse. Y así empezó mi conexión con la música, el dibujo y la intuición. No eran aficiones, eran lenguajes.
En la adolescencia, todo se intensificó. Sentía que vivía en dos mundos: el visible, donde las cosas tenían nombre y forma, y el otro, el interior, donde las ideas y las emociones eran ríos que no dejaban de moverse. No había descanso posible.
El arte se convirtió en mi forma de respirar. La guitarra apareció como una extensión de mi cuerpo, como si hubiera estado esperándome desde siempre. No aprendí siguiendo métodos tradicionales; aprendí escuchando, sintiendo. La melodía no salía de las cuerdas, salía del instante.
A los diecinueve años decidí marcharme de Cartagena. Fue una ruptura necesaria. No buscaba fama ni éxito, buscaba sentido. Fui a Granada, luego a Galicia. Cada lugar me enseñó algo distinto, cada kilómetro me arrancaba una capa vieja. Viajaba ligero, con lo justo, pero con la cabeza llena de sonidos y visiones. No sabía qué buscaba, pero sabía que tenía que seguir.
Durante esos años de carretera y silencio, fui componiendo piezas que no eran canciones al uso: eran fragmentos de conciencia, como si cada nota fuera una fotografía de un pensamiento. Empecé a comprender que mi música no era entretenimiento: era un espejo. Un mapa de mi evolución interior.
El arte dejó de ser una actividad para convertirse en un proceso de autoconocimiento. Componer, programar, diseñar, todo formaba parte de una misma corriente.
Con el tiempo, ese impulso se amplió. La música se unió al diseño 3D, a la escritura, a la reflexión sobre la conciencia y la percepción. Descubrí que todo estaba conectado: sonido, forma, palabra, símbolo, código. Lo que antes eran disciplinas separadas, ahora eran un solo organismo.
Mi vida creativa no siguió un plan lineal. Fue una espiral. Había momentos de claridad absoluta y otros de hundimiento, donde todo se deshacía. Pero aprendí que los periodos oscuros también eran fértiles. Que el caos tenía su propio lenguaje. Y que nada se pierde si se observa con atención.
Durante tres décadas he compuesto música que no se ajusta a modas ni etiquetas. He buscado un sonido que no pertenezca a ningún tiempo, un sonido que sea memoria y visión al mismo tiempo.
Siento que mi trabajo es parte de un concepto mayor: una síntesis entre arte, tecnología y consciencia.
Mi sitio web, danidesaro.com, es la cristalización de esa idea: un espacio donde convergen música, imagen, código y alma.
No hay una frontera clara entre mi vida y mi obra. Todo forma parte del mismo movimiento: una búsqueda constante.
La constancia ha sido mi raíz. Aprendí que las ideas, por brillantes que sean, necesitan cuidado. Que la inspiración sin disciplina se seca, igual que una planta sin agua.
Cada día es un ejercicio de escucha interior, de seguir esa voz que no se impone, pero que nunca se apaga.
Siento que todo lo que he vivido me ha llevado hasta aquí: a este punto de maduración donde las piezas encajan. A veces tengo la sensación de que mi vida ha estado guiada por un programa interno, algo más profundo que la voluntad o el azar. Una dirección que no elegí, pero que me elige cada día. Y aunque todavía no sé hacia dónde lleva exactamente, sé que es el camino correcto: el de la integración, la coherencia, y la verdad.
Hubo un momento en que la música dejó de ser un juego o un desahogo: se convirtió en un territorio de investigación. La guitarra fue mi laboratorio. Pasaba horas buscando un sonido que no existía aún, una vibración que contuviera todo lo que no podía decir con palabras.
Cada cuerda tenía su carácter, su temperatura emocional. Podía pasar días en bucle sobre una misma secuencia, explorando sus matices microscópicos, buscando el punto exacto donde la emoción y la forma se funden.
No me interesaban las estructuras comerciales ni la técnica vacía. Lo que quería era traducir estados de conciencia. Mi oído se volvió más fino, no por entrenamiento académico, sino por pura necesidad de verdad.
Había algo místico en ese proceso: una especie de conversación silenciosa con algo que me sobrepasaba, pero que hablaba a través de mí.
Con el tiempo, entendí que la música era un reflejo de cómo percibo el mundo: no lineal, no estático, sino en constante mutación. Las armonías se entrelazan como pensamientos, los ritmos son pulsos vitales, las pausas son respiraciones.
Era como si cada pieza fuera un organismo que crecía por sí mismo y yo solo tuviera que acompañarlo, sin imponerle forma.
A medida que mi intuición se afinaba, también crecía mi necesidad de explorar otras herramientas. El sonido se volvió imagen, la imagen movimiento, el movimiento idea.
Llegó un punto en que la música y el arte visual empezaron a entrelazarse con la tecnología.
Descubrí que programar era otra forma de componer.
El código tiene ritmo, tiene estructura, y también tiene silencio. Es un lenguaje que puede crear mundos, igual que una partitura.
Empecé a
trabajar con Java, C++, JavaScript, y a integrarlo con diseño 3D. El ordenador se transformó en un instrumento total, una extensión de mi pensamiento creativo.
En el entorno digital encontré un eco de mi propio proceso interior: sistemas complejos que se autoorganizan, caos que genera patrones, formas que emergen del vacío.
Programar se volvió una meditación activa. Cada error, cada línea, tenía su enseñanza. Entendí que no hay diferencia entre escribir código, tocar una guitarra o modelar una figura: en los tres casos, se trata de escuchar.
Con el tiempo, empecé a construir proyectos que unían música, imagen y estructura digital.
Mi obra se expandió hacia lo que hoy llamo “integración multidisciplinar”: un intento de reunir en un solo flujo lo racional y lo intuitivo, lo técnico y lo poético.
Comprendí que el arte no es una vía de escape: es una forma de autoconocimiento.
Cada obra es un espejo. Cuando compones desde la verdad, no puedes ocultarte. Lo que suena, lo que se ve, lo que se genera, eres tú.
Y eso duele, pero también libera.
Hubo momentos de oscuridad, de duda, de cansancio. Etapas donde parecía que todo lo construido se desmoronaba. Pero con el tiempo entendí que esas crisis no eran retrocesos, sino procesos de limpieza.
El arte me obligó a enfrentarme conmigo mismo, a reconocer mis sombras y mis contradicciones.
Y también me enseñó a cuidar de la constancia, porque sin ella todo se marchita.
Descubrí que la inspiración es un estado que se cultiva, no un golpe de suerte. Que cada día, incluso en el silencio, hay algo que germina.
Aprendí a tener paciencia, a aceptar los ritmos del proceso. Igual que una planta que necesita su tiempo para florecer, la creación requiere madurez interior.
Llegó un momento en que todo lo que había hecho —la música, el diseño, el código, la búsqueda espiritual— empezó a unirse de forma natural.
Era como si mi vida entera hubiera sido una larga preparación para comprender algo esencial: que todo está conectado.
No existen compartimentos entre disciplinas ni entre estados del ser.
El arte, la ciencia y la consciencia son expresiones distintas de una misma energía.
Mi web, danidesaro.com, nació como un espacio para esa unión. No como escaparate, sino como extensión viva de lo que soy.
Allí, cada obra dialoga con las demás: los sonidos evocan imágenes, las imágenes contienen ritmo, y las palabras son código.
He sentido muchas veces que no soy yo quien dirige este proceso, sino que algo más profundo lo hace a través de mí.
Una especie de corriente que me empuja a seguir adelante, aunque no sepa hacia dónde.
La vida me ha enseñado que lo importante no es la meta, sino mantener la coherencia con esa voz interior que no se equivoca.